Cumplir nuestras promesas también es una forma de adoración. Es decirle al Altísimo: “Puedes confiar en mí. Mi palabra vale”. Es vivir con temor reverente y con gratitud.
En la vida diaria, muchas veces hacemos promesas sin pensar: “Mañana empiezo a orar”, “Si me sanas, haré esto o haré lo otro”, “Voy a ayudar más a los demás”. Pero, ¿cuántas de esas promesas realmente cumplimos? En Números 30:2, el Todopoderoso nos da una enseñanza muy clara:
“Cuando alguno hiciere voto a Yehováh, o hiciere juramento ligando su alma con obligación, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca.”
Este verso nos recuerda algo muy importante: lo que decimos delante del Creador tiene peso. No se trata de hablar bonito, sino de ser personas íntegras, fieles y responsables con nuestras palabras.
En la Escritura encontramos varios ejemplos de personas que hicieron votos al Altísimo y los cumplieron, incluso cuando no fue fácil. Uno de los más hermosos es el de Ana, la madre del profeta Samuel.
Ana no podía tener hijos y estaba muy triste. Un día fue al Templo y oró con todo su corazón. Le hizo una promesa a Yehováh:
“Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva… y me dieres un hijo varón, yo lo dedicaré a Yehováh todos los días de su vida” (1 Samuel 1:11).
¿Y qué pasó? El Creador escuchó su oración, y Ana quedó embarazada. Cuando nació su hijo, lo llamó Samuel y, tal como había prometido, lo llevó al Templo y lo dejó al servicio del Altísimo. ¡Qué mujer tan valiente y fiel!
Otro ejemplo está en la historia de la madre de Sansón. Aunque fue un ángel quien le anunció que tendría un hijo, también le dio instrucciones claras: el niño debía ser un nazareo desde el vientre, es decir, consagrado a Dios, sin beber vino ni cortarse el cabello (Jueces 13:5). Ella obedeció, y aunque Sansón cometió errores más adelante, su nacimiento fue el cumplimiento de un voto y un propósito especial.
También tenemos a Jacob, nieto de Abraham, quien hizo un voto cuando huyó de su hermano Esaú. Una noche tuvo un sueño con una escalera que llegaba al cielo, y al despertar dijo:
“Si Dios fuere conmigo y me guardare… y me diere pan para comer y vestido para vestir… de todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti” (Génesis 28:20–22).
Jacob no olvidó esa promesa. A lo largo de su vida mostró fidelidad, y reconoció que todo lo que tenía venía del Todopoderoso.
¿Y nosotros? ¿Cumplimos lo que prometemos?
Vivimos en un tiempo donde muchas palabras se dicen al aire. Es fácil prometerle algo a Yehováh cuando estamos en problemas o cuando queremos algo, pero luego se nos olvida. Sin embargo, el Creador no olvida nuestras palabras.
Eclesiastés 5:4-5 dice:
“Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes. Mejor es que no prometas, que prometas y no cumplas.”
Este es un llamado serio a la reflexión. No estamos hablando sólo de grandes promesas, como dar diezmos o servir en una misión. También incluye compromisos sencillos, como dedicar tiempo a la oración, leer la Palabra, perdonar a alguien, o ayudar a los necesitados.
Cuando no cumplimos nuestras promesas, nuestra relación con el Altísimo se daña y también con los demás. Pero cuando somos fieles, el Creador se agrada de nosotros y fortalece nuestro carácter.
El Todopoderoso es Fiel a sus promesas. Lo vemos en toda la Escritura: Él no miente, ni cambia de parecer. Como hijos suyos, estamos llamados a reflejar ese mismo carácter. Ser hombres y mujeres de palabra, que honran lo que dicen y que no usan el nombre de Yehováh en vano.
Cumplir nuestras promesas también es una forma de adoración. Es decirle al Altísimo: “Puedes confiar en mí. Mi palabra vale”. Es vivir con temor reverente y con gratitud.
Reflexión
Si alguna vez hiciste una promesa a Dios y no la cumpliste, no es tarde para corregirlo. El Creador es misericordioso y paciente. Arrepiéntete, vuelve a Él, y pídele ayuda para cumplir lo que prometiste. Y si estás por hacer un voto, hazlo con seriedad y responsabilidad.
Recordemos: Yehováh escucha, toma nota, y honra a los que le son fieles. Que nuestras palabras no sean huecas, sino reflejo de un corazón sincero.
“El que anda en integridad, será salvo” (Proverbios 28:18).
¡Shalom!